Segundo al mando – 2ª parte
Cenícea no se parecía en nada a lo que uno puede imaginarse
como una ciudad enana; Joromun había visto algunas, tanto en Mediria como en
Roitril, y solían ser de un petulante que tiraban para atrás: puertas de las
mas finas maderas revestidas con delgadas chapas de oro macizo grabadas con
motivos de guerra donde los enanos derrotaban a los elfos, los edificios de las
clases bajas estaban hechos de ladrillo sin cocer revestido de barro grabado
con motivos de guerra donde los enanos derrotaban a los humanos, las grandes
casas nobles estaban hechas a base de grandes sillares en cada uno de los
cuales se podían apreciar grabados de motivos de guerra donde los enanos
derrotaban a los gavens, y casi todas las ciudades enanas solían crecer en
torno a una gran torre, la cual se extendía varios pisos bajo el suelo y muchos
mas sobre él, construida con dos muros paralelos de sillares rellenos de
“cemento enano” y que por el exterior estaban decorados con miles de azulejos
que formaban motivos de guerra donde los enanos derrotaban a los dracónicos.
Pero Cenícea era completamente distinta, las puertas de la
ciudad por las que pasaron Oydeon, Esdorak y Joromun al entrar en ella eran de
grueso acero macizo, y el único grabado que presentaban era el que le habían
dejado los arietes y las catapultas durante mil años en los cuales la ciudad
jamás había caído ante un invasor. La muralla exterior que rodeaba la ciudad
estaba hecha a base de sillares de piedra, y si en su dia tuvieron algún
grabado, el viento de las colinas de Isla Mina se había encargado de borrarlo,
dejando solamente una muralla de fea piedra de un tono marrón. Cuando los
guardias de la puerta les brindaron el paso, Esdorak y Joromun iban tras la
comitiva enana de Oydeon, que no les dejaba ver nada de la plaza a la que daba
acceso la puerta de acero, pero Joromun escuchó con claridad voces de niños, de
los cuales no quedaba ni rastro cuando pudieron ver la plaza con claridad. Las
casas de las clases bajas eran idénticas a las que Joromun había visto en otras
ciudades enanas, de adobe revestido con barro y techos de paja, pero estas
parecían haberse reconstruido cientos de veces, y el único grabado que tenían
eran unas runas enanas sobre las puertas, indicando el nombre de la familia que
habitaba la casa. Joromun ya volvía a mirar al frente cuando un movimiento
repentino le hizo mirar de nuevo hacia las casas: en las ventanas vio a mujeres
enanas y a sus hijos, y se preguntó a quién tendrían tanto miedo, si a dos
embajadores del duque o a los nuevos dueños de Cenicea, el clan de los
canteros. Unos doscientos metros mas de lenta marcha a caballo por las
estrechas y retorcidas calles de Cenícea les hicieron pasar bordeando lo que
debía ser la zona de las casas nobles, pero Joromun no pudo juzgar si estas se
parecían o no a las que ya conocía de otras ciudades, porque estaban consumidas
por las llamas
-Elfo, no pierdas detalle de eso- le dijo Esdorak mientras
observaba las casas destrozadas. Joromun pensó que le señalaba a un estandarte
quemado entre los escombros, el cual representaba el mazo del clan de los
madereros, pero después se fijó en que lo que le señalaba era una boca de
alcantarilla, semioculta por el estandarte,
por la que podrían entrar perfectamente tres hombres con sus caballos, y
que evidentemente había estado oculta hasta que la estructura que la tapaba
ardió. Joromun asintió con la cabeza a Esdorak y memorizó el lugar de la ciudad
donde se encontraba el acceso. “Un kilómetro al norte de la puerta, trescientos
metros al este de la muralla”.
Tras dos interminables horas más de ceremoniosa cabalgata,
llegaron a lo que los enanos llamaban Tor Dorok, o Torre Núcleo, que era el
edificio en torno al cual nacían sus ciudades. Pero la Torre Núcleo de Cenícea
no era tal torre, sino el bastión más imponente que Joromun hubiese visto
nunca, y no por lo alto, pues tan solo tendría dos plantas sobre tierra, ni por
lo extenso, pues había visto simples palacios mas grandes, sino por lo
increíble que era que algo tan pesado, fabricado en hierro macizo, y al que las
distintas estancias en lugar de adosárselas se las habían ido soldando a fuego,
se mantuviese en pie. Tras el monstruo de hierro se encontraba una colina sobre
la cual se apoyaba, y que Joromun supuso que haría las veces de pilar maestro.
-Pone los pelos de punta, ¿no es cierto?- les dijo Oydeon a
los embajadores. A Joromun no le gustaba ni un poquito la habilidad del enano
para aparecer al lado de alguien sin que este le notara llegar
-Casi tanto como vos- tuvo que reconocerle al anciano enano.
La forma hiriente y despreocupada en que se lo dijo le recordó a la forma de
hablar de Esdorak, y antes de que pudiera borrar ese pensamiento de su mente
vio como el chambelán le miraba sonriendo, como con orgullo, de la misma manera
que un maestro mirara a su alumno favorito.
“Jamás” se dijo a si mismo Joromun
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