Cuando merece la pena
El barro con el
que Joromun estaba enterrando al barón Crates ya le cubría hasta la barbilla.
Había sido un humano fuerte, de ojos tristes, pero siempre sonriendo. Joromun
había llevado el cuerpo de su difunto señor desde el campo de batalla hasta la
sombra de un roble viejo y fuerte al que la batalla no había siquiera rozado, y
que parecía estar protegido por algo mágico y antiguo. Ese sería el lugar donde
descansarían los restos de su señor. Joromun era un elfo de unos treinta años, un
adolescente para los de su raza aunque ya fuera tan alto como un humano adulto,
era muy delgado, de mejillas hundidas, ojos negros, bizco del izquierdo, pelo
suelto color paja y barba casi rubia que se dejaba crecer para no parecer tan
joven. Al igual que su finado señor, Joromun reía con facilidad, aunque algo
que el barón llamaba “la sangre de elfo” hacía que en su interior no se
sintiera muy risueño.
Joromun no había
participado en la batalla en la que había muerto el barón Crates, pero sabía
como habían transcurrido las cosas. El príncipe élfico Lodaril era quien estaba
al mando del ejército, su primo Lodergar comandaba a los arqueros de
retaguardia, y eran los jinetes al mando del barón los que irían a la
vanguardia. El objetivo no era derrotar al ejército dracónico del general Edai Gan, sino retenerles hasta
que las personas de Bolial se hubieran guarecido en el Castillo Amargo.
Ni la mitad de
la gente se había guarecido cuando el príncipe Lodaril, un elfo altísimo de
melenas negras como la noche y ojos violetas, entró a pleno galope en su
castillo, seguido de sus soldados y los arqueros de Lodergar. Se obligó a los
elfos de Bolial a olvidar sus pertenencias y guarecerse rápidamente, y se
cerraron las puertas sin que hubiese el menor rastro del barón y sus jinetes.
El heraldo Oydeon, un enano calvo y aficionado a susurrar al oído del príncipe,
proclamó que había sido el valor de este lo que había salvado a su pueblo, pero
Joromun escuchó hablar a los soldados hablar con sus familias, y aunque estos suelen
despreciar a los humanos, por la cantidad de veces que han cruzado sus espadas
con ellos, decían que su príncipe se había retirado cuando empezaron a silbar
las flechas dracónicas, y que quien contuvo a los hombres reptiles, aunque le
costó su propia vida, era el humano que comandaba a los jinetes.
Cuando Joromun
supo de la muerte de su señor, se escapó del castillo por una de las poternas y
se dirigió a cumplir con su deber como escudero y proporcionarle un entierro
digno. “Ya está” se dijo cuando acabó de enterrarlo y apisonó la tierra blanda
con sus botas. Joromun sentía que algo faltaba en su interior, no era el haber
perdido al barón, aunque eso le llenaba de pesar, sino el sentimiento de que
aquella muerte no estaba a la altura de alguien así. “Debería vengar su muerte”
pensó el joven elfo. No era esa la costumbre de humanos como el barón Crates,
donde el deber del escudero tras la muerte de su señor era solo el darle
entierro, pero Crates siempre había respetado el origen élfico de su escudero, y
jamás le hizo renunciar a las costumbres de su pueblo. Los elfos contraen una
deuda con quien asesina a su señor, una deuda que se paga con sangre
-Por eso los
elfos estáis siempre en guerra, Joro- le había dicho el barón Crates en cierta
ocasión
-¿Y por que
seguís viviendo con nosotros, mi señor?- le había contestado su escudero
-Porque yo vivo
de la guerra, pero en cuanto sea viejo y no pueda blandir mi espada, o en
cuanto me canse, lo que antes suceda, volveré a Roitril, mi patria, donde solo
se guerrea cuando merece la pena-
-¿Alguna vez
merece la pena?-
-Solo cuando
evita mas guerras- había sentenciado el barón
Como los
dracónicos estaban levantando su campamento bien a la vista del castillo nadie
le puso impedimentos a Joromun para volver a entrar cuando amanecía, pues no
había peligro en abrir por un momento las puertas. Castillo Amargo se erigía a
orillas de un rio, construido con grandes sillares de caliza, que el tiempo
había vuelto de un color amarillo sucio. Disponía de dos murallas, y un foso entre
estas, y la torre del homenaje tenía su propio foso en caso de que cayeran las
defensas de la muralla. Pero el problema de Castillo Amargo en esos momentos
era su almacén, como le dijo a Joromun el gobernador Balidein, un elfo gordo y
con mandíbula caída, cuando le expresó su deseo de luchar mientras durara el
asedio
-No habrá lucha,
zagal. Solo hay provisiones para unas pocas semanas, y los dracónicos lo saben.
Deberíamos haber hecho lo que decía tu barón, contener con las picas el choque
mientras los arqueros los atacaban desde lo alto, y haber negociado la
rendición después de que ellos hubiesen sufrido muchas muertes y nosotros
pocas. Así si que hubiésemos podido salvar bien el honor, y la vida-
-¿Ya no se
podría hacer?- preguntó Joromun
-El honor está
perdido, pero a ningún general le gusta tener a su ejército quieto durante
semanas o meses. Puede que aún pudiéramos salvar la vida, pero el príncipe
Lodaril no rendirá el castillo. El príncipe sabe que a él no le matarían, y
espera que alguien venga a romper el asedio
“Los gavens”
pensó Joromun mientras se alejaba del gordo gobernador Balidein. “Jamás
llegarán, los hombres bestia tienen sus propios problemas”. Solo había una
forma de salvar la vida, y con ello vengaría también la muerte del barón. Su
asesino, no el que había empuñado la espada que lo mató, sino quien lo había
vendido a la muerte con su cobardía debía pagar con su sangre. “Pero no puede
hacerse desarmado”
Al dia siguiente
la fortuna sonrió a Joromun, ya que el gobernador Balidein fue a buscarle,
diciendo que durante la noche pensó que, si bien sus vidas no estaban en sus
manos, aún podrían salvar el honor muriendo en combate. Mandó a Joromun a
hablar con el maestro herrero, quien le dio una coraza de cuero, un yelmo de
acero oxidado, y una espada de hierro, aunque bien afilada. “Es todo lo que
necesito”
Por la tarde,
cuando los hombres se preparaban para salir del castillo a combatir, se conoció
la noticia: el príncipe Lodaril y su primo Lodergar, quien también era su
escudo personal, aparecieron muertos. Los dracónicos aceptaron la rendición del
castillo por parte del gobernador Balidein, y ninguno de los elfos allí
guarecidos sufrió daño alguno y se les permitió volver a la ciudad de Bolial.
“Teníais razón barón, hay veces que merece la pena” pensó Joromun mientras
salía del castillo con todos los demás elfos. Pero no fue a la ciudad, decidió
que compraría un caballo y marcharía a Roitril, donde solo se guerrea cuando
merece la pena.
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