miércoles, 4 de julio de 2012

Cuando merece la pena


Cuando merece la pena
El barro con el que Joromun estaba enterrando al barón Crates ya le cubría hasta la barbilla. Había sido un humano fuerte, de ojos tristes, pero siempre sonriendo. Joromun había llevado el cuerpo de su difunto señor desde el campo de batalla hasta la sombra de un roble viejo y fuerte al que la batalla no había siquiera rozado, y que parecía estar protegido por algo mágico y antiguo. Ese sería el lugar donde descansarían los restos de su señor. Joromun era un elfo de unos treinta años, un adolescente para los de su raza aunque ya fuera tan alto como un humano adulto, era muy delgado, de mejillas hundidas, ojos negros, bizco del izquierdo, pelo suelto color paja y barba casi rubia que se dejaba crecer para no parecer tan joven. Al igual que su finado señor, Joromun reía con facilidad, aunque algo que el barón llamaba “la sangre de elfo” hacía que en su interior no se sintiera muy risueño.
Joromun no había participado en la batalla en la que había muerto el barón Crates, pero sabía como habían transcurrido las cosas. El príncipe élfico Lodaril era quien estaba al mando del ejército, su primo Lodergar comandaba a los arqueros de retaguardia, y eran los jinetes al mando del barón los que irían a la vanguardia. El objetivo no era derrotar al ejército dracónico  del general Edai Gan, sino retenerles hasta que las personas de Bolial se hubieran guarecido en el Castillo Amargo.
Ni la mitad de la gente se había guarecido cuando el príncipe Lodaril, un elfo altísimo de melenas negras como la noche y ojos violetas, entró a pleno galope en su castillo, seguido de sus soldados y los arqueros de Lodergar. Se obligó a los elfos de Bolial a olvidar sus pertenencias y guarecerse rápidamente, y se cerraron las puertas sin que hubiese el menor rastro del barón y sus jinetes. El heraldo Oydeon, un enano calvo y aficionado a susurrar al oído del príncipe, proclamó que había sido el valor de este lo que había salvado a su pueblo, pero Joromun escuchó hablar a los soldados hablar con sus familias, y aunque estos suelen despreciar a los humanos, por la cantidad de veces que han cruzado sus espadas con ellos, decían que su príncipe se había retirado cuando empezaron a silbar las flechas dracónicas, y que quien contuvo a los hombres reptiles, aunque le costó su propia vida, era el humano que comandaba a los jinetes.
Cuando Joromun supo de la muerte de su señor, se escapó del castillo por una de las poternas y se dirigió a cumplir con su deber como escudero y proporcionarle un entierro digno. “Ya está” se dijo cuando acabó de enterrarlo y apisonó la tierra blanda con sus botas. Joromun sentía que algo faltaba en su interior, no era el haber perdido al barón, aunque eso le llenaba de pesar, sino el sentimiento de que aquella muerte no estaba a la altura de alguien así. “Debería vengar su muerte” pensó el joven elfo. No era esa la costumbre de humanos como el barón Crates, donde el deber del escudero tras la muerte de su señor era solo el darle entierro, pero Crates siempre había respetado el origen élfico de su escudero, y jamás le hizo renunciar a las costumbres de su pueblo. Los elfos contraen una deuda con quien asesina a su señor, una deuda que se paga con sangre
-Por eso los elfos estáis siempre en guerra, Joro- le había dicho el barón Crates en cierta ocasión
-¿Y por que seguís viviendo con nosotros, mi señor?- le había contestado su escudero
-Porque yo vivo de la guerra, pero en cuanto sea viejo y no pueda blandir mi espada, o en cuanto me canse, lo que antes suceda, volveré a Roitril, mi patria, donde solo se guerrea cuando merece la pena-
-¿Alguna vez merece la pena?-
-Solo cuando evita mas guerras- había sentenciado el barón
Como los dracónicos estaban levantando su campamento bien a la vista del castillo nadie le puso impedimentos a Joromun para volver a entrar cuando amanecía, pues no había peligro en abrir por un momento las puertas. Castillo Amargo se erigía a orillas de un rio, construido con grandes sillares de caliza, que el tiempo había vuelto de un color amarillo sucio. Disponía de dos murallas, y un foso entre estas, y la torre del homenaje tenía su propio foso en caso de que cayeran las defensas de la muralla. Pero el problema de Castillo Amargo en esos momentos era su almacén, como le dijo a Joromun el gobernador Balidein, un elfo gordo y con mandíbula caída, cuando le expresó su deseo de luchar mientras durara el asedio
-No habrá lucha, zagal. Solo hay provisiones para unas pocas semanas, y los dracónicos lo saben. Deberíamos haber hecho lo que decía tu barón, contener con las picas el choque mientras los arqueros los atacaban desde lo alto, y haber negociado la rendición después de que ellos hubiesen sufrido muchas muertes y nosotros pocas. Así si que hubiésemos podido salvar bien el honor, y la vida-
-¿Ya no se podría hacer?- preguntó Joromun
-El honor está perdido, pero a ningún general le gusta tener a su ejército quieto durante semanas o meses. Puede que aún pudiéramos salvar la vida, pero el príncipe Lodaril no rendirá el castillo. El príncipe sabe que a él no le matarían, y espera que alguien venga a romper el asedio
“Los gavens” pensó Joromun mientras se alejaba del gordo gobernador Balidein. “Jamás llegarán, los hombres bestia tienen sus propios problemas”. Solo había una forma de salvar la vida, y con ello vengaría también la muerte del barón. Su asesino, no el que había empuñado la espada que lo mató, sino quien lo había vendido a la muerte con su cobardía debía pagar con su sangre. “Pero no puede hacerse desarmado”
Al dia siguiente la fortuna sonrió a Joromun, ya que el gobernador Balidein fue a buscarle, diciendo que durante la noche pensó que, si bien sus vidas no estaban en sus manos, aún podrían salvar el honor muriendo en combate. Mandó a Joromun a hablar con el maestro herrero, quien le dio una coraza de cuero, un yelmo de acero oxidado, y una espada de hierro, aunque bien afilada. “Es todo lo que necesito”
Por la tarde, cuando los hombres se preparaban para salir del castillo a combatir, se conoció la noticia: el príncipe Lodaril y su primo Lodergar, quien también era su escudo personal, aparecieron muertos. Los dracónicos aceptaron la rendición del castillo por parte del gobernador Balidein, y ninguno de los elfos allí guarecidos sufrió daño alguno y se les permitió volver a la ciudad de Bolial. “Teníais razón barón, hay veces que merece la pena” pensó Joromun mientras salía del castillo con todos los demás elfos. Pero no fue a la ciudad, decidió que compraría un caballo y marcharía a Roitril, donde solo se guerrea cuando merece la pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario